8. Pío Moa y César Vidal, conspiraciones masónicas, 25 de noviembre de 2005
Otras derivaciones
Hay evidentes afinidades entre la historia y el periodismo. En griego clásico, la palabra ‘histor’ significaba el que sabe, el que observa, el que analiza, el que investiga. El ‘histor’ no sólo cuenta lo que ha visto, aquello de lo que es testigo, sino que también reúne y contrasta otros relatos que hasta él llegan, unos testimonios de cosas que no ha observado y que le servirían para componer y completar la versión más fidedigna de los hechos que quiere reconstruir. Aunque su restablecimiento pueda incurrir en atribuciones erróneas o falibles, aunque la versión final del investigador pueda pecar de simpatías por uno u otro testimonio, lo cierto es que el buen historiador de nuestros días quiere obrar como hacía el viejo Tucídides, al menos quiere parecérsele en esto.
No muy distinta debería ser la divisa del buen periodista, empeñado en averiguar algo, en trabar relación entre los datos, en completar las fuentes, en valorar la veracidad de los testimonios, en narrar la versión final con honradez, pero sobre todo con el rigor de quien sabe investigar. Al menos en este sentido, un cronista es también un investigador que no se conforma con un solo testimonio, que no se resigna. Esta conclusión archisabida, expresada por quien suscribe (un historiador), podría compartirla también un periodista que valorara su oficio y que se exigiera averiguación y empeño, respeto a la verdad y olfato profesional.
Martí Perarnau, por ejemplo, citaba ayer, aquí, en mi bitácora, una frase mía sobre ‘Como se escribe la historia’: el historiador "no busca las fuentes según le convengan al investigador, no selecciona arbitrariamente lo que le confirma, no descarta lo que le incomoda". Perarnau añadía: “me ha evocado la utopía del periodismo responsable e independiente. Por supuesto, salvemos todas las inmensas distancias entre historiadores y periodistas, pero esa frase sería igualmente válida”, insistía Martí Perarnau, si donde yo decía "investigador" escribiéramos "periodista". “¡Y qué lejos está el periodismo de esta utopía! Casi podríamos afirmar justo lo contrario: el periodismo actual busca las fuentes según le conviene, selecciona arbitrariamente lo que le confirma y descarta lo que le incomoda. ¿Debemos creer que nuestro periodismo es la antítesis de la buena historiografía? ¿O simplemente es que el periodismo lleva su degradación mucho más adelantada que la historia? En este segundo supuesto, a los prolíficos amateurs revisionistas de la historia les queda todo el futuro por delante para seguir triunfando...”
La degradación que supone el periodismo no le lleva mucha delantera al deterioro de la mala historiografía. En los pasados días hemos sabido, por ejemplo, de la detención en Austria de David Irving, un historiador británico que ha alcanzado cierta celebridad por haber negado el Holocausto en repetidas ocasiones. El ‘negacionismo’ empezó hace varias décadas y durante todo este tiempo ha sido un veneno que han difundido algunos historiadores, odiosos profesionales de la mentira, para intoxicar, para justificar, para comprender o para salvar a Hitler. El desprecio de la comunidad historiográfica ha expulsado a estos presuntos investigadores al infierno de los académicamente apestados. La negación del Holocausto en Austria es un delito que puede alcanzar una pena de hasta veinte años de cárcel. Falsificar los hechos históricos de este crimen horroroso está penado, en efecto, con un severísimo castigo.
¿Y cómo se falsifican los hechos? Pues invirtiendo el precepto que yo mismo detallaba ayer, buscando sólo las fuentes según le convengan al investigador, seleccionando arbitrariamente lo que le confirma, descartando lo que le incomoda. O en otros términos negando la verdad de los testimonios contrastados, destruyendo vestigios que prueben ciertos hechos o inventando documentos falsos que le permitan sostener una versión conscientemente deformada y mendaz. En algunos países, que no en todos, esas adulteraciones están efectivamente penadas con la cárcel, pero en cualquier parte los historiadores rigurosos rechazan a esos presuntos colegas que se proponen mentir con el afán de enredar, de publicar embustes. El problema es que el repudio de la comunidad profesional por una mala práctica historiográfica no implica en principio el aborrecimiento del gran público, que puede leer con fruición y con engaño obras simplemente mentirosas. Muchas veces, ocupados en sus cuitas profesionales, los historiadores académicos han olvidado a ese gran público dejando que otros reemplacen con libros indocumentados lo que ellos podrían haber difundido. Por eso, la tarea de intervención y de difusión del saber histórico es una labor de primera necesidad ciudadana.
Partiendo de consideraciones semejantes, el editorialista de ‘El Periódico de Catalunya’ establecía el pasado 22 de noviembre de 2005 una comparación inquietante, debatible, errónea, desde mi punto de vista. Venía a decirnos que lo que David Irving es al Holocausto, Pío Moa o César Vidal serían al revisionismo español. Creo, sinceramente, que es una equivocada, desafortunadísima comparación, entre otras cosas porque el director de ‘La linterna’ ha escrito algún libro estimable sobre las mentiras del revisionismo nazi. Creo que Moa o Vidal enredan, pero no porque nieguen el Holocausto, que consistiría en una tarea de eliminación documental. Lo que hacen “historiadores como Pío Moa o César Vidal --vinculados, por cierto, a la COPE—“, que “están empeñados en demostrar que fue la izquierda y no Franco quien empezó la contienda”, es intoxicación interpretativa, es forzar el significado de los hechos, es aplicar sobre las fuentes una clave conspirativa.
La interpretación conspirativa de la historia es ya una vieja tradición que habría que remontar, como poco, al siglo XVIII. Fue entonces, en aquel tiempo, cuando ciertos observadores reaccionarios, con Joseph de Maistre a la cabeza, se empeñaron en hacer una lectura de la revolución francesa como un episodio fruto de la conspiración. En su libro ‘Consideraciones sobre Francia’ (1796) desarrolla la teoría del castigo regenerador, una teoría en virtud de la cual la revolución aparece como un acto paradójicamente milagroso. Preparada por unos conspiradores (los ‘philosophes’, ensoberbecidos por su razón libertina y atea), la violencia que sigue a 1789 se escapa del control de sus inspiradores y se desenvuelve como una “fuerza arrolladora” que escapa ya a la voluntad humana y que exige una regeneración catártica. Sólo la vuelta apocalíptica a la esencia del catolicismo tradicional salvará a la Francia degradada, una Francia rehecha e inmune al contagio de los modernos laicistas.
La tesis, el subtexto, que sostiene César Vidal en su última novela, ‘Los hijos de la luz’, se funda en ideas semejantes, con una Revolución atribuible al empeño criminal de las logias masónicas. Es ésta una fijación que puede seguirse en la dedicación del director de ‘La linterna’, la fijación de destapar, de airear la que para él es la oscura historia de ‘Los masones’, pues, según dijo en la presentación de este volumen en enero de 2005, está probada la "enorme implicación de los masones en hechos como la desaparición del imperio español y la trayectoria del socialismo". Nada menos. O, según insistió, resulta evidente el "papel claro de la masonería en la Revolución francesa y las revoluciones europeas del siglo XIX, así como en la Internacional Socialista". O, como el autor apostilló, "Con el alzamiento del Frente Nacional, esta sociedad secreta recibió un mazazo espectacular", ese castigo regenerados del que hablara Joseph de Maistre. La insistencia de Pío Moa en la condición masónica de algunos republicanos o revolucionarios que estaban ideando presuntamente la Guerra Civil desde 1934 abunda en la misma dirección. La célebre “conspiración judeomasónica que no ceja en su empeño”, según Francisco Franco, confirma, en fin, esta tesis de la conspiración, algo que se remontaría al Setecientos y que llegaría hasta el siglo XX.
Para algunos, una interpretación de la historia en estos términos es paranoica, psicopatológica. Por eso, la recreación del pasado por estos publicistas busca las fuentes según les convienen, seleccionan arbitrariamente lo que les confirma y descartan lo que les incomoda. Por eso, cuando compruebo las tesis que manejan no creo leer a unos colegas o a unos periodistas rigurosos, sino a unos personajes escapados de ‘El péndulo de Foucault’, de Umberto Eco, unos confusos personajes intoxicados por la idea de conspiración. El criterio es riguroso, decía uno de ellos, y es el mismo que siguen los servicios secretos: no hay unas informaciones mejores que otras, el poder reside en ficharlas todas para después buscar entre ellas las conexiones. Conexiones las hay siempre, basta querer encontrarlas. O, como otro no menos alucinado le proponía: no hay imagen que veamos que, debidamente combinada con otras, no revele y resuma un misterio del mundo, un mundo en el que, desde cierto punto de vista, todo está en relación, en conexión. “A questo mondo tutto c’entra con tutto”. Etcétera.
¿Cuál es la novedad de hoy, de estos intérpretes españoles de la conspiración? La novedad es que la intoxicación conspirativa ya no es antimoderna, como lo fue en el Setecientos o como lo fue para el propio Franco. Ahora, ese pensamiento basado en el complot se reviste de liberal. Nada menos.
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