5. Adiós, señor Moa, 12 de noviembre de 2005
Despedida de Justo Serna
Como muchos sabrán, desde hace unos días, desde que yo hiciera una reseña crítica de ‘Franco. Un balance histórico’ en mi bitácora, el autor de este libro, Pío Moa, replica e insiste a partir de mis respuestas incurriendo en los mismos latiguillos, latiguillos en el doble sentido de la expresión: emplea frases que repite innecesariamente para así abreviar los contenidos de su libro y de paso promocionarlo; y latiguillos..., como esos recursos declamatorios y exagerados de que se valen los actores u oradores con el fin de arrancar un aplauso de su público ya convencido. Esto que ahora sigue es mi respuesta y mi despedida.
Llama usted, señor Moa, divagación a lo que es mi análisis de su escritura y de sus procedimientos historiográficos, a cómo opera con el lenguaje, lenguaje que sirve para decir y para encubrir; a cómo maneja los datos, con qué contrasta las informaciones y a qué fuentes las remite. Que yo me ocupe de eso no es desviarse: según se escriba la historia tendrá mayor o menor solidez argumental una investigación. En su caso, y en este plano, las debilidades son de dos tipos. En primer lugar, además de emplear una prosa en la que se permite licencias expresivas y sintácticas a veces extravagantes, se muestra muy pródigo en la creación de palabras inexistentes en español. Por ejemplo: “panfleto agitativo”, un neologismo inaceptable; “Jrúschof”, nombre que corresponde al sucesor de Stalin y que acentúa o no de manera arbitraria y que hoy ya no se transcribe así; “inconclusivas amenazas”; “la prensa useña”, empleando ese inaudito e inexistente adjetivo numerosas veces para referirse a los estadounidenses, adjetivo que procedería del nombre del país, USA, que usted pone en minúscula. ¿Por qué no habla de UK para referirse a la Gran Bretaña? ¿Cómo deberíamos llamar a sus naturales? ¿Ukeños? Pero dejemos sus modos expresivos.
Usted sigue empeñado en no responder a mis críticas historiográficas, esas mediante las cuales juzgo su último libro (y juzgo muy negativamente) y que sirven para entender las reglas argumentales de un género. Y el género al que se acoge no es, por supuesto, la biografía, pero tampoco el ensayo. Es el panfleto. No se asuste, señor Moa. Como bien sabe, una de las herramientas de la vida política contemporánea es el panfleto, que cuando se presenta sin encubrimientos es una forma dignísima de expresarse. Los panfletos son declaraciones de intenciones generalmente presentadas con una retórica afectada. En el mejor de los casos son monumentos de la oratoria. Lo significativo de todos los panfletos es que recrean la realidad con la palabra. Al designar los hechos ya conocidos dándoles nuevos nombres los hacen visibles como nunca lo habían sido. Por eso, los panfletos proclaman unos enunciados que son o acaban siendo ‘realizativos’: contienen descripciones de las cosas que al expresarse realizan la cosa, frases que propiamente reconstituyen la realidad al definirla, al nombrarla, al designarla.
Los autores panfletarios se valen de voces viejas o nuevas y las dotan de significados particulares que aplican sobre hechos que sus contemporáneos no juzgan así. El panfleto no es un género propio de profesores, sino de agitadores: es una escritura que hace declaración de intenciones y a la vez la crítica de lo que se juzgan vicios interpretativos o falsedades. A los agitadores no les interesa la ilustración paciente y demorada, que es propia del medio académico, sino las prisas, la acumulación de panfletos para así torcer el sentido de las cosas.
En su libro, señor Moa, nos recuerda que usted habría “estudiado con detenimiento” en sus anteriores volúmenes el proceso que conduce a la Guerra Civil. Por eso, añade, ahora en esta nueva obra sería reincidente volver sobre lo mismo: “no viene al caso entrar aquí en detalle, pero hoy está fuera de toda duda razonable, creo, el hecho de que los socialistas y los nacionalistas catalanes de izquierda quisieron, organizaron y por fin llevaron a cabo la guerra civil en octubre de 1934”. Usted puede haber estudiado algo anteriormente, algo que dice cambiar el sentido dado a ciertos hechos. Bien mirado, ese argumento presunto (el del 34 como una guerra civil organizada por los socialistas y nacionalistas catalanes de izquierda) sería el único que usted habría aportado en sus abundantes obras. Se trata, ya lo ve, no de una contribución documental sobresaliente, una exhumación de documentos ignorados que cambiarían lo estudiado hasta entonces, sino de una reinterpretación de lo ya sabido aplicando sobre lo viejo una palabra o categoría hasta entonces no empleada para ese fin.
Llamar guerra civil a los hechos del 34 es una arbitrariedad semántica, un anacronismo deliberado, un modo de convertir una revolución, indudablemente violenta, en guerra para así justificar mejor la actuación de Franco. Franco no habría sido duro o especialmente duro: Franco habría sido un combatiente en un conflicto bélico. Y, además, ese retorcimiento semántico le permitiría alterar el sentido de las cosas: decir que los sublevados eran de izquierdas no es lo mismo que afirmar que “quisieron, organizaron y por fin llevaron a cabo la guerra civil”. Eso significa atribuirles deliberación no sólo en preparar una guerra (cosa que usted no ha demostrado), sino en consumar la guerra. Si fueron los socialistas y los nacionalistas catalanes de izquierda quienes llevaron a cabo la guerra civil en 1934, entonces Franco no se sublevaría en 1936, sino que continuaría un choque bélico que otros ya habrían empezado. Con esa operación usted alivia a los franquistas que aún vivan y de paso inculpa a sus principales derrotados que todavía sobrevivan. Por otra parte, en el fondo, incurre en una contradicción argumental. Para empezar su aserto dice a la vez: “está fuera de toda duda razonable, creo”. ¿Cómo puede estar algo fuera de toda duda si hay numerosos académicos que contradicen su afirmación? ¿Cómo puede estar algo fuera de toda duda y al mismo tiempo añadir “creo”? Es inconsistente afirmar una cosa como evidente y ponerle ese reparo.
Usted inicia su libro dando muestras del odio que Franco habría despertado entre los comunistas e incluye como pruebas los testimonios de Pablo Neruda, de León Felipe y de Carlos Castilla del Pino, testimonios que son versos y que le sirven para mostrar la inquina general de los antifranquistas..., unos antifranquistas que serían simplemente estalinistas. Si Neruda hizo una ‘Oda a Stalin’ y Neruda fue un comunista y un antifranquista que escribió un poema titulado ‘El general Franco en los infiernos’ lleno de imprecaciones al dictador, entonces todos los antifranquistas habrían estado guiados exactamente por el mismo odio: serían, por tanto, comunistas, serían inevitablemente estalinistas y no sé, en fin, si todos serían también versificadores profesionales o aficionados. La operación es un sofisma: simplemente embustera. Como el Partido Comunista de España fue la cabeza más organizada del antifranquismo, entonces o no hubo antifranquismo fuera del PC o todo el antifranquismo (más o menos numeroso) sería estalinista. Además, que de ese retrato espléndido de la España de Franco, esa iluminadora radiografía del miedo y la mediocridad que son las memorias de Castilla del Pino, usted sólo extraiga unos versos circunstanciales y jocosos demuestra cómo se vale de las pruebas documentales.
Entre los retos con que insiste en desafiarme hay otro que usted juzga evidentísimo: “Franco dejó un país próspero y moderado”, insiste. Mire, señor Moa, como bien dijo Javier Tusell, “en realidad, el franquismo retrasó un desarrollo económico que hubiera podido darse antes y, de hecho, se dio en otras naciones europeas que partían de una situación peor que la española (Italia y Alemania). Como escribió Ridruejo, cuando el régimen se atribuía el desarrollo económico, actuaba como lo haría el práctico portuario que, después de una galerna, se atribuyera el mérito de haberla aplacado”.
Para qué continuar: me produce una gran pereza insistir en lo mismo siendo usted absolutamente sordo a las cuestiones de procedimiento y de planteamiento que le señalo, eso que usted llama con ignorancia historiográfica mi 'farfolla introductoria'. Para qué seguir sobre todo cuando su volumen, que dice ser un ensayo, es en realidad una defensa panfletaria del franquismo. Observe, como le he dicho, que el panfleto es un género apreciable de la escritura política, pero no es equiparable al ensayo y menos aún a la monografía histórica, en la que han de aportarse y aprontarse fuentes, documentos y no meras reinterpretaciones de materiales de segunda o de testimonios vicarios. ¿Dónde figuran las fuentes en ‘Franco. Un balance historiográfico’? Además, le insisto, su sedicente ensayo es una sucesión de anacronismos que sonrojarían a cualquier historiador académico que no se dejara llevar por la furia polémica o por el mero ‘presentismo’.
¿Para qué aludir e inculpar indirectamente a Rodríguez Zapatero si de lo que se estaba tratando era de la época franquista? Hacer eso es tomar el pasado como espejo del presente aplicando sobre él una operación manipuladora: una racionalidad retrospectiva según la cual todo estaba prefigurado o anunciado o esbozado en forma de embrión, pues el curso del tiempo nos mostraría la consumación de lo que entonces se alumbraba. O en otros términos: es aplicar analogías entre comportamientos alejados en el tiempo para salvar la rectitud, clarividencia y buen hacer de aquel dictador y para, de paso, condenar a los socialistas embistiendo contra su actual dirigente. Etcétera.
Deja muchas cosas sin decir y sin analizar con el pretexto de no querer recurrir a explicaciones psicológicas, pero nada nos indica acerca de las familias del Régimen, de los ministros, sus colisiones y colusiones, y sus cambios, sus adaptaciones. Nada nos dice de sus principales valedores y sobre todo nada señala, por ejemplo, del que fuera elemento principal del último franquismo: Carrero Blanco, aquel almirante que gozara de gran poder y escasa visibilidad, un personaje de oficina que alcanzó una gran influencia a lo largo del franquismo. Pero, claro, para poder hablar de ese personaje y sus poderes, usted debería haber visitado el archivo privado de Carrero, el archivo de la Presidencia del Gobierno, el Fondo de López Rodó (sito en la Universidad de Navarra). Etcétera, etcétera.
Si la conclusión de su obra es que la dictadura de Franco no fue totalitaria durante todo el tiempo, entonces no hemos avanzado gran cosa. Ya hace muchos años que Juan J. Linz presentó el franquismo como un régimen autoritario en el que habría cierto pluralismo interno (las familias del Régimen), en el que el ejercicio efectivo del poder habría recaído sobre un líder o a veces sobre un pequeño grupo (la corte áulica del Pardo, por ejemplo), en el que no se habría dado una ideología definida de principio a fin, y en el que la movilización extensa e intensa de la población no habría sido corriente, salvo en algunos momentos en que el dictador estaba necesitado de reafirmación.
Pero..., ¿para qué le digo todo esto, si a usted esas cosas no le importan, si a usted lo que le importa es dar cobertura publicitaria a una obra que no aporta nada que usted mismo no hubiera dicho de antemano o que otros no lo hubieran señalado o anticipado.
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