7. Moa, Juaristi y Franco, 21 de noviembre de 2005
Coda
Entre los amables lectores de mis textos, hay una concurrencia alborotadora que me reprocha no haber seguido disputando con Pío Moa acerca de su libro Franco. Un balance histórico: probablemente, de las que ahora se han editado, la obra que menos aporta. Esos ‘posteadores’ que me reprenden creen que me retiré cobardemente y que arrojé la toalla. Fíjense qué lenguaje boxístico nos gastamos en una conversación que acaba siendo un cuadrilátero. Es evidente que esa concepción de lo que es una controversia intelectual tiene truco: sea cual sea el momento en que te retires, harto de discutir con quien tiene las ideas fijas e inconmovibles sobre un objeto, de quien sólo espera publicitar su libro, como el señor Moa, te recriminarán por asustadizo, incluso por gallina. Me dicen, por ejemplo, que no he contestado ni a una sola de las cinco tesis del contendiente.
¿Cinco tesis? Es una licencia del lenguaje llamar así a lo que es un enunciado hecho sin documentos, basado en apriorismos. Esa pega, la falta de fuentes archivísticas procedentes del franquismo que avalaran lo dicho o defendido, no es asunto menor, como algunos creen: es la derrota del pensamiento histórico y su sustitución por un sesgo ideológico que no admite disputa. Me decía un aguerrido comunicante que la ‘frase histórica’ ha de ser ‘falsable’ (perdón por emplear este terminacho), retándome, pues, a que falsara las ‘tesis’ del señor Moa. Creo que hay un uso incorrecto en esa expresión de origen popperiano. ‘Falsar’ lo dicho por Moa no significa algo así como: intente, venga, intente probar que es falso lo escrito en Franco. Un balance historico. Un enunciado es falsable si y sólo si está expresado, formulado de tal modo que pueda probarse que es falso con los documentos que se aportan u otros nuevos que puedan aparecer. Si faltan, esa frase inaprensible (basada, además, en analogías explícitas e implícitas) tiene tanto valor como la contraria. A estas pegas graves, muy graves, mi contendiente oponía su desprecio antiacadémico diciendo que eso era mera farfolla nebulosa. Por desechar reproches tan comprometedores, un historiador de oficio no obtendría su acreditación, la mínima, la que le permite presentarse como un investigador riguroso.
Ustedes se preguntarán por qué no sigo polemizando. Como comprenderán, yo no debato porque unos agraviados de simpatías franquistas me exijan seguir haciéndolo para así contribuir al espectáculo de la exhumación del Caudillo: discuto si todos los lectores podemos extraer algún rendimiento intelectual de la liza, si no es así, lo dejo estar. Quienes me han increpado con mayor insistencia son, por supuesto, los seguidores del señor Moa, admiradores de la obra del General, los que creen a pies juntillas aquellas tesis archiconocidas que sostienen la estatura política del dictador. De gran talla, desde luego, para cambiar y adaptarse con el fin de asegurar el poder arbitral sobre sus seguidores. Los historiadores serios que han tratado al dictador le han reconocido astucia, y no esa caricatura que Pío Moa dice que hacen. Franco tuvo un gran concepto de sí mismo y, como apostilla Paul Preston, la sucesión de “máscaras públicas tras las cuales ocultaba su personalidad (valiente héroe del desierto en África; un Cid del siglo XX en la Guerra Civil, emperador en ciernes en 1940, comandante de un fuerte asediado a fines de los cincuenta) eran muy gratificantes y le hicieron inasequible al desaliento”. Después de los grandes triunfos diplomáticos de 1953, añade Preston para referirse al apoyo norteamericano en la Guerra Fría y a la Cruzada santificada por el Vaticano, Franco se dotó de una nueva máscara: “la de un patriarca benévolo y adorado por los españoles”. Unos le apoyaron idolatrándole incluso, otros le temieron callándose, otros se resignaron pasivamente, otros con la abulia y con la apatía que produce la mucha represión le dejaron hacer. Pero esos mismos admiradores de ahora son los que le disculpan como pecadillo tolerable el feroz castigo a que sometió a los opositores con el vano argumento de que Hitler y Stalin mataron más y mejor. Desde luego, si se tratara de un certamen de crueldades, Franco no quedaría relegado a los últimos puestos. En fin.
Hay, además, entre mis interpelantes otra corriente de opinión más sutil pero no menos condescendiente con el déspota, una corriente que se está imponiendo entre ciertos antifranquistas. Es la que, en versión noble, llamaríamos ‘la línea Jon Juaristi’: a base de reconocer lo menguado de la oposición real al franquismo, lo escueto de su número (entre otras cosas, gracias a la eficaz represión), se culpa retrospectivamente a toda una generación por la muerte de Franco en la cama. No se trata de que reclamen ahora la desaparición violenta del dictador, sino de que fue la suya una errónea oposición, averiada oposición, desnortada oposición que no supo emplear las armas pacíficas de la política para dejar a los terroristas los golpes mortales que la banda le infligió al Régimen. Ese hecho, el aumento de la violencia antifranquista, habría agravado y agraviado la reacción del franquismo empeorando lo que ya en los sesenta era casi una ‘dictablanda’. Por tanto, toda la dureza del Régimen cabría atribuirla a una oposición que no supo hacer o dejó hacer con grave riesgo para la democracia que estaba por llegar.
Es decir, como indica claramente Pío Moa en una de esas sedicentes tesis que mezclan pasado y presente, “la democracia actual procede del franquismo por reforma y sin ruptura. Los antifranquistas buscaban la ruptura para hacer tabla rasa de cuarenta años de historia y enlazar con la convulsa II República. Fracasaron, pero ahora se sienten otra vez fuertes, y vuelven a lo mismo, echando abajo la Constitución mediante hechos consumados, y llevando al país a una nueva crisis”. ¿En qué se basa para afirmar esto? ¿En que la meta de la oposición era la ruptura? La transición se hizo a partir de una negociación y, como todo analista debería saber, en una negociación las partes siempre presentan objetivos extremos para reducir después las pretensiones obteniendo bastante de lo que se sabía que no se podía lograr por entero. En las páginas de su libro, Pío Moa presenta al dictador final, a ese déspota benevolente, como alguien sabedor y resignado del futuro que aguardaba a España, algo así como consciente de que la democracia había de llegar y que, de algún modo, él la habría facilitado. La sugerencia no está documentada y no la sostiene, por supuesto, ningún historiador con fundamento.
El propio Stanley Payne, en quien Moa ha creído encontrar a su principal y único valedor académico, ya dijo en ‘Franco. El perfil de la historia’ (1992) que no debe “agradecerse a Franco la España tolerante y democrática de los años ochenta y noventa. Franco no tenía intención alguna de preparar a España para la democracia. Los profundos cambios que ocurrieron bajo su largo dominio, y que hicieron posible que el país desarrollara rápidamente un sistema democrático después, se debieron fundamentalmente a los amplios efectos secundarios de la política de su gobierno”: efectos secundarios, es decir, indirectos o, como señalan, los sociólogos, efectos ‘inintencionales’ de su acción. Entonces..., ¿a santo de qué rebajar la crueldad y el retraso del Régimen? ¿A santo de qué “debe relativizarse el cargo principal hecho a su régimen: su carácter dictatorial”, como propone Pío Moa? Retengan el giro católico de estas expresiones...
Resulta curioso que para todo esto que estamos tratando nadie haya hecho alusión a uno de los contenidos del libro que suscitó esta polémica. ¿Será, acaso, porque los defensores del señor Moa no han leído dicha obra? El volumen ‘Franco. Un balance histórico’, que se hizo sin fuentes con el pretexto de ser ensayo, sin el registro de archivos o de bibliografía exhaustiva consultada, sólo apenas unas escuetas notas al final, contiene un apéndice documental. En ambiente académico, ese que tantos deploran, un apéndice documental sirve para aprontar textos poco conocidos, para dar a leer lo que se exhuma y que los destinatarios no conocen o conocen mal. Por ejemplo, en el espléndido compendio o estado de la cuestión que firman Giuliana di Febo y Santos Juliá titulado ‘El franquismo’ (Paidós, 2005) hay un repertorio final de textos que sirven para hacerse una idea cabal e inmediata de lo que fue el Régimen y sus opositores. En cambio, el apéndice que añade Pío Moa a su texto sobre Franco es anémico, tan escueto...: sólo un par de documentos, en efecto, que poco o nada aportan. O, tal vez, sí: quizá uno de ellos sea lo mejor que podemos leer o releer en esas páginas. Me refiero al ‘Testamento de Francisco Franco’, unas últimas voluntades que el autor del volumen no examina y que sólo aporta como confirmación de esa capacidad de perdón del déspota, como esa falta de odio del dictador.
De todo lo que en ese texto se decía quisiera comentar brevemente un par de cosas que tienen que ver con lo que hoy he señalado. Para empezar, en ese Testamento, Franco nos tuteaba con una llaneza de trato a la que nadie le había autorizado. O tal vez sí, tal vez su estrecho contacto con el Altísimo facilitaba estas licencias de padre querido o de abuelo benevolente. Pero no era su única careta, pues la sagacidad del dictador (sagacidad para sobrevivir) y la larga duración del Régimen le permitieron una suma de identidades políticas, esas que estudió Preston. Es decir, cuando Franco dicta o escribe su testamento, cuando nos tutea, se cree investido de autoridad suficiente como para saltarse las normas básicas del respeto o se cree amado por su pueblo hasta el punto de no tener que justificar ese tratamiento campechano de que se vale para dirigirse a la ciudadanía. Como un dictador latinoamericano, como el Patriarca de García Márquez, nos reconviene al modo paternalista del viejo populista, ese que lleva a interpelar directamente a la nación sin intermediarios, que en eso consisten las tiranías de esta especie. Ahora bien, dicho método no era una novedad: ese tuteo, tuteo de inspiración falangista, fue el modo en que Franco se nos había dirigido habitual y colectivamente a quienes no tuvimos la oportunidad o la edad para derrotar su mando e impugnar su mandato. Yo tenía poco más de quince años cuando murió y sabía que mis mayores, mudos, silenciosos, resignados, asustados, habían tenido que arrostrar con pavor un régimen que decía salvarlos treinta y tantos años después del fin de la Guerra Civil.
Por otra parte, como no podía ser menos tratándose de un Testamento, esas últimas voluntades ponían el énfasis en las creencias religiosas, en ese catolicismo de su persona y de su régimen. Dicha apelación garantizaba un tránsito reconciliado hacia la muerte (o al menos eso esperaba), tránsito que se alcanzaría gracias al perdón. Es curioso: dice pedir “perdón a todos”. No sabemos bien por qué si siempre vivió como católico y sólo quiso el bien de todos nosotros. Si cree en eso, entonces esa petición de perdón era retórica y sin consecuencias. Más importante es cuando “de todo corazón” decía perdonar “a cuantos se declararon mis enemigos, sin que yo los tuviera como tales”. Nos exculpa, pues. Es tal la grandeza desde la que habla, la altura con la que nos trata, ligero de equipaje, que puede permitirse esa cualidad del perdón. Pero hay una contradicción en la que incurre y un riesgo que él no parece advertir. Si, como señala inmediatamente, quienes fueron sus enemigos lo fueron de España, esto es, antipatriotas y antiespañoles, entonces no hay perdón posible. Por eso, unas líneas más abajo se corrige y nos advierte severamente para que no olvidemos “que los enemigos de España y de la civilización cristiana están alerta”. Es decir, no se avizora la democracia en este texto ni tampoco la reconciliación.
¿Qué perdón podía haber para unos enemigos que vivían agazapados, unos enemigos de la cristiana España, y que podían regresar? “Velad también vosotros y para ello deponed frente a los supremos intereses de la patria y del pueblo español toda mira personal”, añade Franco. Nos exige vigilia, una atención constante, aquella en la que vive un propietario que ha de proteger su patrimonio o un guerrero que no depone las armas frente a las asechanzas de quienes quiere hostigar el suelo patrio. España era una hacienda, así la concebía el testador: un territorio ganado que ahora nos cedía en herencia, a sus herederos forzosos, es cierto. Pero España era también un cuartel, así la había convertido el general muchos años atrás. Su régimen había empezado siendo un Estado ‘campamental’ y ahora acababa siendo un bastión a defender...
Yo leía cada mañana este texto de Franco en el acuartelamiento en donde servía al Rey. Estaba allí, a la vista de todos, en espera de ser cumplido o no olvidado. Mis jefes nos instaban a leerlo, a tenerlo en cuenta para defender la hacienda y el bastión de España, y nosotros, los jóvenes soldados que sobrevivíamos en aquel ambiente tan hostil, nos preguntábamos qué hacía aquel testamento ampuloso, escaso, de un dictador ya desaparecido. El intento de golpe de Estado, ocurrido un año antes, no les había obligado a retirar aquel documento aunque la arrogancia de aquellos franquistas estaba condenada a desaparecer, como nuestro antifranquismo primario. Pero..., frente a lo que decía Jon Juaristi en Abc (20 de noviembre de 2005), uno no dejaba de ser antifranquista cuando al dictador lo dábamos por muerto, sino cuando los vestigios nostálgicos y amenazantes del Régimen habían sido desplazados o apartados. Por lo que veo, algunos melancólicos que recrean el franquismo con fabulación y embelecos y sin complejos aún nos obligan a serlo, a ser antifranquistas.
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