6. Una pena, don Justo, 14 de noviembre de 2005
Despedida de Pío Moa
Convendrá usted conmigo, don Justo, en que el nivel de la enseñanza en España no es para tirar cohetes, algo no muy sorprendente después de cuatro o cinco lustros de hegemonía “progre” y, en algunos sectores, tuselliana. Stanley Payne, en mi opinión, describe bien la situación –con las obligadas excepciones-- al señalar cómo la historiografía contemporánea española está “anquilosada desde hace mucho tiempo por angostas monografías formulistas, vetustos estereotipos y una corrección política dominante”. Peor todavía, con respecto a mis trabajos, en lugar de adoptar una posición todo lo agresiva que se quiera, pero ceñida al tema y con un mínimo de decencia intelectual, encontramos, como también señala Payne “persistentes exigencias de que Moa sea silenciado o bien ignorado. Reclamar tal censura demuestra la estrechez mental de los sectores dominantes de la historiografía española, así como que carecen de todo interés por establecer el menor diálogo o debate, cosas que resultan verdaderamente asombrosas al cabo de cerca de treinta años de democracia. Todo ello plantea la cuestión de saber si la democracia se ha implantado de verdad en las universidades españolas”. En tales condiciones la manía de algunos profesores de enarbolar títulos académicos, máxime como argumento de autoridad, parece una inmodestia excesiva.
A estos males se añade una total ausencia de sentido autocrítico, que impide salir del marasmo. El rechazo de tantos de esos profesores a debates que, les guste o no, están ya planteados, acentúa el estancamiento. Además, las malas costumbres creadas por muchos años de rutina y prepotencia les han llevado a olvidar los criterios más elementales de la crítica o el debate historiográfico. Cuando leí su comentario sobre mi libro, pensé: menos mal, aquí tenemos a alguien que ha leído lo que critica. Un cumplido que usted, picajosamente, interpretó como un insulto. Y después de otro turno de réplica usted se escabulle haciéndose el ofendido y sin dejar de divagar un momento.
La primera regla para evitar que un debate se convierta en un galimatías o en un duelo de sarcasmos más o menos ingeniosos, pero vacuos, es atenerse al tema. Y el tema no es si yo invento palabras o tengo mejor o peor estilo, o si el lenguaje sirve para mostrar y ocultar, o si mi libro le parece a usted un panfleto, o en qué consiste un panfleto, y otras lucubraciones en que usted se pierde y nos pierde a sus lectores. El tema consiste, concretamente, en las tesis de mi libro. Le he indicado algunas de ellas, para centrar la discusión, pero usted insiste en irse por las ramas con cuestiones secundarias o que no vienen al caso.
También importa, señor Serna, leer con atención y no atribuir al adversario lo que no dice. Por ejemplo, usted me achaca la pretensión de que todos los antifranquistas fueron estalinistas. ¿Dónde digo eso? Lo que digo, y pruebe usted a rebatirlo, es que quienes trasladaron su antifranquismo de la verborrea a una oposición sistemática fueron los comunistas. Y también fueron ellos, fundamentalmente, quienes fabricaron la tesis alucinante, que pasa por historia en medios progres, según la cual los valores de la democracia durante la guerra venían representados por una alianza de stalinistas, anarquistas, marxistas revolucionarios, racistas, y golpistas catalanes y republicanos.
En un debate sobre un libro conviene juzgar éste por lo que es, y no especular con lo que usted supone que debería ser. A su juicio, yo debería haberme ocupado de las familias del régimen, de los ministros, de Carrero Blanco y no sé cuántos asuntos más. Mire, el libro no es una biografía ni un estudio detallado de las interioridades del régimen, sino un balance general. Trata, como explico en él, de establecer la significación histórica del franquismo en relación con su época y con el problema de la democracia en España, exponiendo con claridad los hechos decisivos y su lógica, y mostrando la vaciedad de muchas interpretaciones corrientes. Y a ese efecto las cuestiones mencionadas por usted no añaden nada esencial. También Payne comentaba esa manía tan extendida en España de juzgar una obra por lo que no es.
Le sugiero asimismo invocar menos unos métodos historiográficos que usted no parece dominar. La metodología de ustedes recuerda al tipo que, ante un cadáver con un puñal en el corazón, clavado por la espalda, dictamina solemnemente: “Este hombre tenía que estar vivo, porque carecía de enemigos”. Según ustedes, Franco “tenía que” haber perdido la guerra civil, porque era un inepto; “tenía que” haber entrado en la guerra mundial, porque era un fascista amigo de Hitler; tenía que haber contribuido al holocausto judío, porque detestaba a los judíos; tenía que haber sido derrotado por el boicot internacional combinado con el maquis, porque tenía en contra al pueblo y a casi todo el resto del mundo; tenía que haberse empecinado en una economía autárquica, porque era muy bruto; tenía que haber dejado un país paupérrimo y analfabeto, porque era ignorante y oscurantista; tenía que haber durado mucho menos, porque el pueblo le odiaba y la oposición era muy democrática y amante de la reconciliación…
Como comprenderá, los métodos “académicos” que llevan a tales conclusiones sólo pueden ser tan ridículos como las conclusiones mismas. Según Orwell, para soltar cierto tipo de estupideces es preciso haber pasado por la universidad. La frase, va de suyo, no ataca al espíritu universitario, sino a su desviación pedante y sofística. La desviación, en la cuestión aquí tratada, procede quizá de muchos intelectuales que medraron en la administración franquista, o no encontraron tiempo para oponérsele, como dice Savater, y ahora, sintiendo acaso que han echado a perder su juventud, se esfuerzan valerosamente por derrotar al difunto Caudillo… En fin, si me permite un consejo de metodología expositiva, empiece usted por demostrar con datos y argumentos la falsedad de mis tesis, o de alguna de ellas. A continuación muestre cómo esa falsedad procede de un mal método. Así perderíamos menos tiempo.
Dos palabras sobre las divagaciones con que usted, citando a Tusell y a Ridruejo, persiste en oscurecer el hecho evidente de la prosperidad bajo el franquismo: “Como bien dijo Javier Tusell, en realidad, el franquismo retrasó un desarrollo económico que hubiera podido darse antes y, de hecho, se dio en otras naciones europeas que partían de una situación peor que la española (Italia y Alemania)”. No partían de una situación peor, pues tenían una base de infraestructuras, aunque momentáneamente averiadas, y de gente preparada técnicamente, muy superior a la española, y por tanto mayores facilidades para rehacerse. Además no sufrieron un bloqueo económico, ni el maquis, y fueron agraciadas con el Plan Marshall. Los argumentos de Tusell llevan siempre ese toque de simpleza.
Y, sobre todo, un historiador serio no puede hacer tal comparación. La implicación de Tusell es que si los useños hubiesen invadido España e impuesto una democracia todo habría ido sobre ruedas. Sandez muy propia de los políticos exiliados causantes de la guerra y ansiosos de volver en triunfo sobre los tanques extranjeros: aquellos políticos a quienes Azaña retrata tan bien como incorregibles botarates. Pero los líderes anglosajones, y especialmente Churchill, eran menos botarates, y entendieron bien que España podría resultar difícil de dominar para los tanques useños, y que la aventura tenía las mayores probabilidades de terminar en una nueva guerra civil, con consecuencias explosivas en una Europa devastada y hambrienta. ¿Ve usted la diferencia? Un análisis histórico no puede consistir en una exposición de deseos.
El hecho atendible para el historiador es que España se rehízo lentamente a causa del bloqueo y otras privaciones, y de una política económica desacertada. Pero al corregir el régimen esa política, liberalizándola, el país experimentó un salto adelante como no lo había experimentado nunca antes ni volvió a experimentarlo hasta la fecha. Por eso, por su capacidad de rectificación, entre otras cosas, Franco dejó un país próspero. Esa evidencia no la desmiente el “método” de las especulaciones tusellianas más una frase de Ridruejo carente de lógica. Y Tusell fue cualquier cosa menos demócrata, aplicó su espíritu inquisitorial siempre que se lo permitió su “cuota de poder”, vale la pena recordarlo.
Tampoco conviene hablar sin base. Dice usted: “Llamar guerra civil a los hechos del 34 es una arbitrariedad semántica, un anacronismo deliberado, un modo de convertir una revolución, indudablemente violenta, en guerra para así justificar mejor la actuación de Franco”. E insiste: “decir que los sublevados eran de izquierdas no es lo mismo (¿?) que afirmar que quisieron, organizaron y por fin llevaron a cabo la guerra civil. Eso significa atribuirles deliberación no sólo en preparar una guerra (cosa que usted no ha demostrado), sino en consumar la guerra”. Si usted hubiera leído Los orígenes de la guerra civil, o el más divulgativo 1934, comienza la guerra civil, sabría que el partido de Companys reaccionó al triunfo electoral de la derecha, en 1933, declarándose “en pie de guerra”, y que intentó el golpe de estado y promovió, en el verano de 1934, un ambiente de rebeldía y preparativos armados, esto es, de guerra civil. Y que los socialistas, no yo, definieron como guerra civil su insurrección. Usted, que habla tanto de método, no se ha molestado en consultar los documentos. En el 34 la guerra fracasó, como tal, en casi todas partes (aunque dejando muertos en 26 provincias), pero en Asturias tuvo todas las características de ella.
Concluye usted: “si fueron los socialistas y los nacionalistas catalanes de izquierda quienes llevaron a cabo la guerra civil en 1934, entonces Franco no se sublevaría en 1936, sino que continuaría un choque bélico que otros ya habrían empezado”. En cierto modo ocurrió así. Las izquierdas no pudieron continuar la lucha en el 34 al haber sido derrotadas, pero no abandonaron, en lo esencial, las actitudes que los llevaron a organizar la guerra. Por eso, en cuanto volvieron al poder, crearon de nuevo una situación revolucionaria. La diferencia es que Franco, en el 34, defendió la legalidad democrática, mientras que en el 36 estaba convencido de que la democracia no podía funcionar en España. Y ciertamente no podía funcionar con aquellas izquierdas mesiánicas. Por eso doy tanta importancia, para explicar la democracia actual, al legado al legado de moderación (no sólo de de prosperidad) dejado por su régimen. Una moderación que las izquierdas y los separatistas están volviendo a perder, para desgracia de todos. Le repito: la guerra, la posguerra, y el propio franquismo fueron la consecuencia de la destrucción de la democracia por las izquierdas.
Una última observación sobre algunas palabras que tanto le irritan. Digo Jrúschof y no Khruschev o Kruschev, porque es la transcripción adecuada en español de la palabra rusa en cirílico. Me parece un servilismo seguir la transcripción inglesa o francesa, como se hace corrientemente. “Panfleto agitativo” está bien dicho, o especificado, porque no todos los panfletos son agitativos. Como está bien dicho autodeclararse, ya le dije en otra entrega por qué, y aunque tenga algo de la redundancia del “suicidarse”. En cuanto a “Usa” y “useño”, me parece más corto, útil y justo que “americano”, “norteamericano”, etc. Lo he explicado en un artículo en Libertad Digital, que puede encontrar en la sección “firmas”. Lo titulaba, creo recordar, “La conveniencia de un rebautismo”.
En fin, señor Serna, lamento su retirada del debate, lo siento también por los voluntariosos izquierdistas que llevan años esperando que alguno de los suyos me vapulee dialécticamente o, al menos, me replique con razonamiento y datos en lugar de desplantes y declamaciones. Por si usted recapacita, vuelvo a proponerle una discusión más precisa. Podríamos empezar con la organización de la guerra por las izquierdas, cosa de la que todavía no parece usted muy convencido. En espera de sus noticias, reciba usted un saludo animoso.
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